Venganza
La
luz de la lámpara que colgaba del techo incidía próxima a la mesa dejando al
descubierto poco más que mi rostro. El frío, gris y diminuto cubículo en el que
me hallaba encerrado disponía de tan solo una mesa, dos sillas, una puerta y un
gran espejo colocado en la pared, a mi izquierda. No hacía falta decir que al
otro lado de aquel reflejo desolador apuñalaban observantes los acosadores ojos
de la justicia. Entre una cosa y otra, y que los procedimientos policiales son
algo lentos, ya era de noche. Llevaba no sé cuantos minutos esperando que algo
pasara. Lo peor de aquello eran las puñeteras esposas. Quitando ese detalle, estaba
como en casa. Me sentía sumergido en un pozo lleno de mierda en el que alguien
me había ayudado a zambullirme. No soportaba tener que esperar allí solo, en
silencio, sabiendo que en realidad no lo estaba, escuchando la nada y sus
ruiditos y sintiendo el dolor de un cuchillo que se hallaba fortuitamente
incrustado sobre mi espalda.
A
pesar de sentirme cansado y frustrado, permanecí impasible ante mis oscuros
pensamientos. Pura tranquilidad interminable. No sabía a qué estaban esperando.
Quizás se habían olvidado de mí.
Cuando
por fin escuché el chirriar del pomo. El ruido de unos tacones,
que golpeaban el suelo de forma lenta y firme, se adentraron poco a poco en
aquella singular habitación de invitados hasta frenar en seco. Le siguieron de
cerca dos de los pies más conocidos, no solo en aquella comisaría, sino en toda
Nevada. Él era el reputado detective Mike Cunnighan, famoso por sus cientos de
detenciones, casos resueltos y su duro y audaz carácter. Era un hombre
corpulento de mediana edad, de unos metro ochenta y cinco, pelo medio largo y
castaño peinado hacia atrás, bigote al estilo Hulk Hogan y unas gafas de
aviador con cristales de sol abatibles. Estábamos en pleno invierno, por lo que vestía
una gabardina, la típica indumentaria de un detective. Sin embargo, la otra
persona era una señorita que no llegaba a reconocer del todo, aunque su cara me recordaba a alguien. Por su edad
seguramente llevaba poco en el cuerpo. Mediría aproximadamente metro setenta y tres,
delgada, con no muchas curvas, pero las necesarias para proporcionarle un
aspecto refinado. Sus mechones formaban unos tirabuzones rubios perfectos que
bailaban sobre unos pechos turgentes, o al menos lo parecían tras aquella
camisa. Vestía un pantalón de oficina gris ajustado, una gabardina a juego y
unos zapatos negros de tacón. Su nombre era Linda Elles, pero eso yo no lo
sabía.
Una
vez dentro, el detective Cunnighan rodeó la mesa, se colocó al otro lado, apartó
la silla, se sentó sin prisas, a su ritmo, y sacó una bolsa de plástico de su
abrigo que contenía mi pistola y unos cuantos casquillos de bala. La sujetaba
baja con una mano mientras la observaba con seriedad. Su compañera seguía de
pie junto a la puerta.
–
Buenas noches señor Luster. – dijo mientras aún posaba su mirada en la bolsa.
Su voz era grave y profunda como una cueva – ¿Reconoce esto que tengo aquí? –
me preguntó a la vez que dejaba la bolsa sobre la mesa.
–
Es mi arma y unos cuantos casquillos. – respondí contenido, discreto, serio. Aún así no pude evitar mirarla extrañado.
Hacía
tiempo que no había tenido que usarla, por lo que la procedencia de los
casquillos me era desconocida. Era muy raro. ¿Qué cojones hacían mi pistola y
aquellas balas juntas en la misma bolsa? La tuve conmigo todo el tiempo. De mi
boca no salió ni una palabra más. Un instante de silencio frío y tenso. Tres
personas y una única salida. Tenía la sensación de estar allí por un motivo muy
diferente al que debería.
–
Señor Luster, los proyectiles que encontramos en la escena del crimen encajan a
la perfección con su pistola. Usted es… era el guardaespaldas del señor Felton.
Lo conocía bien, lo seguía de cerca, sabía qué hacía, dónde lo hacía y cómo lo
hacía. ¿Qué pasó? ¿Fue por una causa personal? ¿O más bien un tema de trabajo?
Ni
una palabra, ni un gesto, nada que decir. Solo una mirada fija e imágenes
borrosas que centelleaban en mi cabeza. Imágenes que no terminaban de coger forma, el delirio de una noche psicotrópica y mucho ruido. Una mezcla de calor y frío.
–
¿Qué le empujó a hacer tal cosa?
Subía
por mis pies un fuego abrasador que se extendía hasta mis puños y hacia mi cuello. Nada, no hice nada.
–
¿No piensa decir nada?
Estaba encerrado, a mi alrededor las paredes se estrechaban. No podía hacer nada para cambiar la
situación. No tenía nada que decirle. No tenía nada.
–A
lo largo de mi carrera he visto cosas muy extrañas, señor Luster. Me pregunto
por qué llamó a la policía.
Nada.
El
detective, sin dejar de clavarme sus ojos, sacó un cigarrillo del bolsillo
derecho de su gabardina, y lo colocó en la boca con tranquilidad. Su espalda
descansaba despreocupada en el respaldo de su silla. Sacó una cajetilla de
cerillas del bolsillo del otro lado. Su serenidad me interrogaba con más fuerza que sus palabras. No le corrió prisa encenderlo. Los restos quemados los tiró hacia la mesa. La primera, intensa y
prolongada calada dejó una neblina que flotaba entre el detective y yo, una bruma
diluida que únicamente se dejaba ver bajo la columna de luz que desprendía la
lámpara.
–
¿Dónde estuvo la noche del crimen?
El
humo seguía ondeando entre nosotros. Nada más.
–
Imagino que tendrá algo que decir, aunque no sea a su favor.
–
Lo siento Cunnighan, lamento decirle que en estos instantes no creo que esté en situación de poder ayudar a nadie.
No hacía falta decir nada más. No lo necesitaba, era un hombre inteligente.
Recogió
la bolsa con la misma tranquilidad con la que se sentó. Se levantó y se acercó
a mi lado, erguido, posando la yema de los dedos sobre la mesa. Permaneció durante un corto instante. Se fue de la
habitación tal y como vino, seguido de su ayudante.
Me
esperaba una velada acogedora en la comisaria con la hospitalidad propia de la
casa. Estuve dándole vueltas una y otra vez a los hechos. Seguía sin tener nada en claro, destellos y ruidos. En la pared, escrito
a rayón limpio, se leía una palabra cálida como una noche de navidad junto a la
chimenea, VENGANZA.