jueves, 11 de diciembre de 2014

Cap.1 "Tú, yo y un tango en Las Vegas"

Tú, yo y un tango en Las Vegas



La palabra que definía a la perfección el momento no era otra que glamur. Ninguna otra podía englobar tantos aspectos en aquella habitación. El ruido de la noche en mitad de un espectáculo de luces y de colores cambiantes hacía la situación de lo más excitante.
Era otra madrugada de invierno más para una ciudad como Las Vegas, pero esa caída de tirantes pretendía hacerme creer lo contrario. La corbata, desabrochada desde hacía rato, quedó atrapada en sus fauces. Mis ojos no podían evadir la responsabilidad de saciar su mirada sedienta. Todo en aquel hotel desprendía lujo y lujuria. Todo estaba perfectamente combinado para atraparme en la más profunda de mis fantasías. Aquel rincón en lo más alto del edificio no iba a ser la excepción.
En unos pocos segundos el suelo quedó adornado por una fila de prendas. Una sonrisa acabada en un sutil pero claro mordisco y el ambiente levemente perfumado dieron el toque de campana que anunciaba el comienzo a la batalla. El ligero roce de mis labios, que se desvió sigilosamente hacia su cuello, vio nacer el primer suspiro y, seguidamente, otro y después otro. Sentía su respiración como balas que atravesaban mi pecho y, a su vez, me hacían de guía hacia los lugares más íntimos y peligrosos. Lo que todo hombre llamaría paraíso del pecado acababa, o empezaba, en un mar de encaje rojo que bañaba la más sinuosa de las siluetas. Podría decir que fue una lástima que algo que parecía hecho para ser contemplado durante toda una vida desapareciera en tan poco tiempo, pero en ese instante no disponía de mucho para pensar y mucho menos para decir nada. Además, estaría mintiendo.
Nuestros dos cuerpos bailaban un tango efervescente sobre aquella cama desbaratada. Los dos bandos parecían bien definidos y el objetivo bien claro. En un arrebato de locura ella me agarró fuerte de los brazos, tatuando su nombre a fuego y firmando con arañazos el contrato que habíamos acordado entre gemido y gemido. Acercándose ferozmente a mi oído me pedía más mientras exhalaba con pasión el poco aire que era capaz de reunir. La temperatura iba en aumento, la música in crescendo y la libido se elevaba hasta tocar el cielo. Ya no había secretos ni recovecos que no hubiera explorado, solo era cuestión de paciencia y ritmo quitarle el protagonismo a la luna, solo cuestión de tiempo saber cuándo acabaría la cosa. Mis sentidos se agudizaron dejando atrás los grandes rasgos y tomando los pequeños detalles servidos en una delicada copa de cristal. Resultaba inexplicable que al haber tanto ruido fuera se pudiera escuchar el aullido de dos lobos salvajes y hambrientos. La cama se hallaba en vuelta en en llamas, movimientos sincronizados hasta la extenuación y un sinfín de mordiscos. El éxtasis se escondía tras aquella puerta. Las agujas del reloj corrieron como si llegaran tarde a algún lugar, quién sabe dónde, pues no había mejor sitio donde quedarse. Nosotros permanecíamos allí encerrados en el anonimato. 
La noche llegaba a su fin y aquel baile se marchaba con ella. Quizás esto nunca hubiera ocurrido, pero nuestras miradas se cruzaron en el momento idóneo. Nunca podré olvidar aquellos ojos celestes clavados en el techo bajo aquel ceño fruncido, esa boca bordada por labios carnosos que se veía forzada a quebrarse por gritos que suplicaban clemencia, esa melena dorada, agitada y alborotada. Nuestros dos cuerpos cansados yacían impasibles sobre aquel perfecto desorden, viendo cómo la luna iba desapareciendo tras las cortinas. Acostado entre nosotros el sabor a lujuria nos acompañaba. Después de aquello no nos hacía falta saber nada más el uno del otro, ni siquiera recordar nuestros nombres.
Tras algunas horas, desperté con la luz que asomaba por lo poco de ventana que no cubría. No sabía cuánto tiempo había pasado exactamente, pero era ya casi mediodía. Me sentía un poco aturdido, no sabía dónde estaba y, lo que era peor, por qué estaba allí. La primera imagen con la que me topé al despertar fue una espalda tan exquisita y femenina que parecía tallada por los dioses. Dormía plácidamente y las sábanas la tapaban hasta la cintura, Dios sabe cuánto me gustan estos regalos. Una sensación agridulce recorría mi cuerpo por alguna extraña razón, pero en ese momento me llamaba más la atención la horrible jaqueca que me azotaba.
Al cabo de unos segundos, sentado al borde de la cama, empecé a recordar lo que había pasado. Todo comenzó en un bar que imagino que se encontraba no muy lejos de allí. La verdad es que no sabría decir el nombre, pero sí que tenía una enorme pista de baile en el centro sobre la que colgaba una enorme bola disco, la cual estaba rodeada de sofás y algunas mesas. Ese detalle me recordaba a una escena de “Pulp Fiction” en la cual Vincent Vega y Mia Wallace bailaban, solo que por lo demás era totalmente diferente. Por la decoración parecía el intento de un sitio de alto nivel. Sonaba música disco de los setenta y los ochenta. No era el típico lugar que me gustaba frecuentar, pero estaba abarrotado de gente y con eso me bastaba.
Estaba sentado en uno de los sofás rojos de la sala, una mesa baja negra acompañaba, la típica que sirve casi exclusivamente para posar las copas. Una de mis piernas descansaba sobre la otra, llevaba la camisa un poco desabrochada, blanca por supuesto, lucía una chaqueta americana negra, un pantalón de pinzas a juego y una corbata un poco aflojada del mismo color. Tomaba un Jim Beam seco y disfrutaba de la compañía de dos gemelas coreanas, una a cada lado del sofá. Podría decirse que estaba en pleno ojo del huracán. No sabían hablar del todo mi idioma, pero no hacía falta ser un genio para adivinar qué era lo que querían. La combinación de un trasero bien puesto, el exotismo oriental, esos trajes cortos de noche color negro azabache y el hecho de que eran gemelas fueron razones más que convincentes para otorgarles un pase VIP con todo incluido a mi suit privada. Creo que no hace falta decir para qué.
La tensión sexual se podía palpar, además de otras tantas cosas. Mis manos, una en una de sus rodillas y otra en la de la hermana... (Por si no lo había dicho, sí, eran hermanas... vaya por dios...) Lo dicho, mis manos ascendían suavemente por los muslos acariciando su piel de porcelana con descaro. Toda gran batalla tiene un comienzo y yo inicié aquella épica y sucia encrucijada en pos de la conquista de Oriente. Las afiladas garras del enemigo examinaban con violencia su trofeo en busca de algo que, me atrevería a decir que absolutamente todo el estamento eclesiástico, consideraría pecado. Aquellas dos criaturas movidas por un instinto animal incontenible se abalanzaron sobre mí como gatas poseídas por el mismísimo dios Eros. Mis oídos fueron presa fácil de sus ardientes encantos y mi fuerza de voluntad quebrada por los golpes de aliento que se precipitaban sobre mi cuello. El postre estaba servido y solo faltaba ponerle la guinda.
Mi mente deambulaba entre diferentes finales de una historia que apenas había comenzado, pero nunca imaginé que el rumbo fuese a cambiar tanto en el transcurso de unos pocos segundos. Cuando estábamos dispuestos a marcharnos a un sitio más íntimo, el bullicio se abrió como un estuche que contenía en su interior un reluciente y ostentoso anillo. Una mujer más resplandeciente que el sol bailaba en mitad de un océano de ruido y luces. Su pelo era pura lluvia de seda dorada y sus aguas bañaban la orilla de una espalda escotada digna del mejor de los museos. Llevaba un vestido corto y ceñido de lentejuelas plateadas que simulaba ser el reflejo de aquella luna artificial, un envoltorio que tentaría al más santo de los santos. Era hechizante ver como desprendía aquellos pequeños guiños. Por un momento pensé que había caído del cielo. Sonaba “Last Dance”, de Donna Summer. Se movía de forma sutil y despreocupada, sin mirar a ningún sitio en concreto. Su única presencia me producía placer y generaba un magnetismo tan fuerte que quedarme sentado me resultaba casi imposible. Tenía en mi poder dos preciosidades ansiosas por probar de mi cuerpo y no podía apartar mi atención de ella. No me paré ni a pensar en lo paradójico que resultaba desde fuera. Pasaron en una milésima de segundo por mi cabeza infinitas maneras con las que disfrutar navegando entre sus piernas. Esa fue mi perdición. Me disculpé a las dos señoritas, a pesar de ni sentirlo, me levanté y emprendí la marcha guiado por el canto de mi sirena. Tenía claro lo que quería y no me preocupaba cómo conseguirlo. Me acerqué de frente, sin apartar la vista de aquellos preciosos ojos celestes que vagaban por la sala. Cuando estuve a punto de devorarla con la mirada, cerró los ojos y elevó los brazos hacia el cielo de la forma más sensual que jamás había visto. Fue como una fotografía que se quedó grabada en el tiempo. Apenas estábamos a un metro cuando la agarré de la cintura con ambas manos. Sus brazos cayeron sobre mis hombros como pétalos de cerezo.
– Hola – dije con voz firme. Lancé una mirada expeditiva que me enseñó que aquel oasis no había sido producto de mi imaginación.
– Hola – respondió con expresión expectante.
– Bonito vestido. – Me atreví a decir. Evidentemente no quería hacer referencia al vestido.
– Gracias, pero ¿has venido hasta aquí solo para decirme eso?
Tenía ganas de marcha.
– No. – respondí dejando caer una media sonrisa. – Pero sí a invitarte a una copa.
– Te veo muy seguro. ¿Por qué crees que aceptaría tal proposición?
Sus palabras no coincidían con sus verdaderas intenciones. Su picarona me pedía a gritos que me la llevara a otro lugar, quizás a la barra. Y como siempre me ha gustado fiarme de mi instinto, la agarré de una mano sin mediar palabra y la llevé conmigo.
– ¿Qué quieres de beber? –  pregunté una vez tomamos asiento junto a la barra. Tal y como dije, iba a invitarla.
– Un Shirley Temple.
– Yo pediré un Ballantine’s doble con hielo – dije al barman.
A partir de ese punto las copas fueron cayendo una tras otra. Las personas perdían sus rostros a cada lingotazo hasta el punto de perder la percepción del tiempo y el espacio. No supe cuándo empecé a divagar entre la muchedumbre.

Después de todo, seguía allí, sentado en el borde de una cama desconocida, mirando el suelo apoyado sobre mis rodillas. Mientras recuperaba la conciencia, una estampa familiar llamó mi atención por el rabillo del ojo. Alcé repentinamente la vista y pude apreciar que me encontraba en una réplica exacta de mi habitación. Pequeña, pero ostentosa, con una mesita de noche, una cama de matrimonio, un discreto sofá, un escritorio y un baño. El resto eran solo detalles. Después de una noche sin rumbo, había vuelto al punto de partida, el hotel Royal Queen. ¿La razón por la que estaba allí? Trabajo. Mi nombre es Jack Luster, guardaespaldas de profesión, jugador de póker en mi tiempo libre y las mujeres como estilo de vida. Por esa época trabajaba por mi cuenta para un pez gordo de Nevada, el aspirante a gobernador por parte del partido republicano, Simon Felton. Un hombre simpático, bonachón y carismático de puertas para afuera, pero mujeriego y charlatán para quienes lo conocían de cerca. Aunque tampoco se dejaba conocer mucho, era un hombre de lo más misterioso. Físicamente no se diferenciaba del resto de la población obesa de EEUU, nada destacable. Lo único, su estilo siempre engominado con la raya a un lado. Hacía poco que me encargaba de su protección, alrededor de unos tres meses. Suficiente para perderle el casi inexistente respeto que se le puede tener a un político.
Como no tenía nada más que hacer allí, me levanté sin hacer mucho ruido, recogí mi ropa y me fui como si nada. La boca me sabía a rayos. Al salir, me giré y miré el número de la puerta, 709. Estaba en la séptima planta, siete plantas más abajo de mi habitación, la 1409. Sin más demora reanudé mis funciones tras aquel ligero desliz. Al llegar a arriba fui a comprobar que todo estaba bien. El "Gobernador" se econtraba hospedado justo en la habitación contigua, la 1408. Llamé a la puerta durante un rato, pero nadie contestaba. Seguramente estaría durmiendo la mona en mitad de un bosque de botellas vacías. Si había algo que no sabía hacer era beber y, lamentablemente, casi siempre era yo quien pagaba las consecuencias. Cuando fui a sacar la llave del bolsillo trasero del pantalón, no estaba. A saber dónde la había extraviado. Siempre seguíamos el mismo protocolo, cogíamos habitaciones que se comunicaban y, aunque al gobernador no le gustaba que usara esa puerta sin su consentimiento, tenía que comprobar si todo seguía su cauce normal. Lo peor de aquel momento era que el dolor de cabeza crecía sin control. Necesitaba algo que me aliviara. Lo primero que hice al entrar fue ir directo el primer cajón de la mesita de noche. Ahí es donde solía dejar siempre un paquete de tabaco para los casos como ese. Las ganas de nicotina me estaban matando.
– ¡Maldita sea! – dije cerrando el cajón de golpe. No estaba.
Busqué por los demás cajones, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, incluso bajo la cama. Pero nada. Seguramente ya tuve que recurrir a ellos en alguna otra noche de la cual no me acordaba o me lo había dejado entre el desorden de la pasada noche. No dejaba de retumbarme la cabeza. No estaba siendo la mejor de mis mañanas. Sin mi medicamento para los nervios y con una sensación de asqueroso letargo giré despreocupado el pomo de la puerta que me llevaría hacia otro despertar amargo con olor a whisky, o a ron, o a vodka, o a una mezcla de todo a lo que le pudo echar mano ese borracho sin causa. La única imagen que no esperaba encontrarme me introdujo de lleno en una pesadilla oscura y opresora que me succionó salvajemente hacia su interior.
– ¡Joder! – exclamé echando la mano a la pistola. – ¿Qué coño ha pasado aquí? – pregunté al aire, ya que la única persona a parte de mí que se encontraba allí era el cuerpo de aquel pobre desgraciado, inerte sobre la cama. Aquella agónica fotografía golpeó mi pecho con tanta fuerza que pensé que caería rendido al suelo. Me entraron ganas de vomitar.
Las cortinas mecían cerradas y el viento frío proveniente de la calle parecía querer entrar guiado por el morbo. La lámpara de mesa, medio rota en el suelo, hacía el amago de alumbrar intermitente la escena del crimen y el fino hilo de luz que penetraba entrecortado por la ventana incidía en la sangre que lo cubría. Me recordaba al color del carmín de los labios de aquella mujer de medianoche.
– ¿Simon? – volví a preguntar para cerciorarme, pero evidentemente fue en vano. Me adentré sigilosamente en las fauces de aquel monstruo para examinar la escena. Un rastro de sangre, que iniciaba en la entrada y se extendía a lo largo del pasillo, delataba que la cama no fue el lugar del crimen. Había sido arrastrado desde la puerta principal, al parecer por los pies, después de ser abatido. Las múltiples salpicaduras hablaban por sí solas. A parte de los numerosos agujeros que atravesaban su traje. La mayoría de manchas se hallaban sobre la cama, cayendo en forma de cascada hacia el suelo. Manchas secas. Encima, los casquillos de bala. Supuse que fue ahí donde recibió la mayor parte de los disparos. Sin duda cada balazo llevó consigo un pequeño fragmento sacado del mismísimo averno que terminó por desfigurar parcialmente su rostro.  Me preguntaba cuánto duró aquella perversa obra. La persona que lo hizo tenía que odiarle mucho. Me resultaba difícil pensar que hubiesen cometido tal barbarie solo por un asunto de negocios, pero quién sabe, el mundo de la política es complejo.
En el ambiente flotaba un olor que me resultaba familiar, pero la mezcla de sangre y algo que no sabría identificar era muy fuerte y disimulaba sus matices. Eché una ojeada rápida por los pocos rincones que había. El baño estaba inmaculado. No había nadie. Bueno, nadie más que yo, mi antiguo empleo y mi alma hecha pedacitos esparcida por la superficie recién redecorada de aquel dormitorio. Definitivamente necesitaba dar una calada, o unas cuantas. Los dos fumábamos la misma marca y lo hacíamos cada día, por lo que me hizo deducir que debía tener un paquete guardado por algún sitio. Y ese sitio era, cómo no, su americana agujereada y manchada. En fin, extendí cuidadosamente mi mano sobre su torso y me hice con lo único que ya me interesaba de él.
No creo que lo vayas a echar en falta. - dije mientras me apoderaba del tabaco. "Por suerte" no le había pasa nada. Sin más demora, me senté sobre la cama, junto a mi billete directo de ida al infierno, en uno de los pocos huecos limpios que quedaban cerca del teléfono, y avisé a las autoridades locales sobre el pequeño incidente. Acto seguido, comrpobé si tenía el mechero dentro del bolsillo de mi chaqueta, lo saqué, me encendí un cigarro y esperé.