jueves, 11 de diciembre de 2014

Cap.1 "Tú, yo y un tango en Las Vegas"

Tú, yo y un tango en Las Vegas



La palabra que definía a la perfección el momento no era otra que glamur. Ninguna otra podía englobar tantos aspectos en aquella habitación. El ruido de la noche en mitad de un espectáculo de luces y de colores cambiantes hacía la situación de lo más excitante.
Era otra madrugada de invierno más para una ciudad como Las Vegas, pero esa caída de tirantes pretendía hacerme creer lo contrario. La corbata, desabrochada desde hacía rato, quedó atrapada en sus fauces. Mis ojos no podían evadir la responsabilidad de saciar su mirada sedienta. Todo en aquel hotel desprendía lujo y lujuria. Todo estaba perfectamente combinado para atraparme en la más profunda de mis fantasías. Aquel rincón en lo más alto del edificio no iba a ser la excepción.
En unos pocos segundos el suelo quedó adornado por una fila de prendas. Una sonrisa acabada en un sutil pero claro mordisco y el ambiente levemente perfumado dieron el toque de campana que anunciaba el comienzo a la batalla. El ligero roce de mis labios, que se desvió sigilosamente hacia su cuello, vio nacer el primer suspiro y, seguidamente, otro y después otro. Sentía su respiración como balas que atravesaban mi pecho y, a su vez, me hacían de guía hacia los lugares más íntimos y peligrosos. Lo que todo hombre llamaría paraíso del pecado acababa, o empezaba, en un mar de encaje rojo que bañaba la más sinuosa de las siluetas. Podría decir que fue una lástima que algo que parecía hecho para ser contemplado durante toda una vida desapareciera en tan poco tiempo, pero en ese instante no disponía de mucho para pensar y mucho menos para decir nada. Además, estaría mintiendo.
Nuestros dos cuerpos bailaban un tango efervescente sobre aquella cama desbaratada. Los dos bandos parecían bien definidos y el objetivo bien claro. En un arrebato de locura ella me agarró fuerte de los brazos, tatuando su nombre a fuego y firmando con arañazos el contrato que habíamos acordado entre gemido y gemido. Acercándose ferozmente a mi oído me pedía más mientras exhalaba con pasión el poco aire que era capaz de reunir. La temperatura iba en aumento, la música in crescendo y la libido se elevaba hasta tocar el cielo. Ya no había secretos ni recovecos que no hubiera explorado, solo era cuestión de paciencia y ritmo quitarle el protagonismo a la luna, solo cuestión de tiempo saber cuándo acabaría la cosa. Mis sentidos se agudizaron dejando atrás los grandes rasgos y tomando los pequeños detalles servidos en una delicada copa de cristal. Resultaba inexplicable que al haber tanto ruido fuera se pudiera escuchar el aullido de dos lobos salvajes y hambrientos. La cama se hallaba en vuelta en en llamas, movimientos sincronizados hasta la extenuación y un sinfín de mordiscos. El éxtasis se escondía tras aquella puerta. Las agujas del reloj corrieron como si llegaran tarde a algún lugar, quién sabe dónde, pues no había mejor sitio donde quedarse. Nosotros permanecíamos allí encerrados en el anonimato. 
La noche llegaba a su fin y aquel baile se marchaba con ella. Quizás esto nunca hubiera ocurrido, pero nuestras miradas se cruzaron en el momento idóneo. Nunca podré olvidar aquellos ojos celestes clavados en el techo bajo aquel ceño fruncido, esa boca bordada por labios carnosos que se veía forzada a quebrarse por gritos que suplicaban clemencia, esa melena dorada, agitada y alborotada. Nuestros dos cuerpos cansados yacían impasibles sobre aquel perfecto desorden, viendo cómo la luna iba desapareciendo tras las cortinas. Acostado entre nosotros el sabor a lujuria nos acompañaba. Después de aquello no nos hacía falta saber nada más el uno del otro, ni siquiera recordar nuestros nombres.
Tras algunas horas, desperté con la luz que asomaba por lo poco de ventana que no cubría. No sabía cuánto tiempo había pasado exactamente, pero era ya casi mediodía. Me sentía un poco aturdido, no sabía dónde estaba y, lo que era peor, por qué estaba allí. La primera imagen con la que me topé al despertar fue una espalda tan exquisita y femenina que parecía tallada por los dioses. Dormía plácidamente y las sábanas la tapaban hasta la cintura, Dios sabe cuánto me gustan estos regalos. Una sensación agridulce recorría mi cuerpo por alguna extraña razón, pero en ese momento me llamaba más la atención la horrible jaqueca que me azotaba.
Al cabo de unos segundos, sentado al borde de la cama, empecé a recordar lo que había pasado. Todo comenzó en un bar que imagino que se encontraba no muy lejos de allí. La verdad es que no sabría decir el nombre, pero sí que tenía una enorme pista de baile en el centro sobre la que colgaba una enorme bola disco, la cual estaba rodeada de sofás y algunas mesas. Ese detalle me recordaba a una escena de “Pulp Fiction” en la cual Vincent Vega y Mia Wallace bailaban, solo que por lo demás era totalmente diferente. Por la decoración parecía el intento de un sitio de alto nivel. Sonaba música disco de los setenta y los ochenta. No era el típico lugar que me gustaba frecuentar, pero estaba abarrotado de gente y con eso me bastaba.
Estaba sentado en uno de los sofás rojos de la sala, una mesa baja negra acompañaba, la típica que sirve casi exclusivamente para posar las copas. Una de mis piernas descansaba sobre la otra, llevaba la camisa un poco desabrochada, blanca por supuesto, lucía una chaqueta americana negra, un pantalón de pinzas a juego y una corbata un poco aflojada del mismo color. Tomaba un Jim Beam seco y disfrutaba de la compañía de dos gemelas coreanas, una a cada lado del sofá. Podría decirse que estaba en pleno ojo del huracán. No sabían hablar del todo mi idioma, pero no hacía falta ser un genio para adivinar qué era lo que querían. La combinación de un trasero bien puesto, el exotismo oriental, esos trajes cortos de noche color negro azabache y el hecho de que eran gemelas fueron razones más que convincentes para otorgarles un pase VIP con todo incluido a mi suit privada. Creo que no hace falta decir para qué.
La tensión sexual se podía palpar, además de otras tantas cosas. Mis manos, una en una de sus rodillas y otra en la de la hermana... (Por si no lo había dicho, sí, eran hermanas... vaya por dios...) Lo dicho, mis manos ascendían suavemente por los muslos acariciando su piel de porcelana con descaro. Toda gran batalla tiene un comienzo y yo inicié aquella épica y sucia encrucijada en pos de la conquista de Oriente. Las afiladas garras del enemigo examinaban con violencia su trofeo en busca de algo que, me atrevería a decir que absolutamente todo el estamento eclesiástico, consideraría pecado. Aquellas dos criaturas movidas por un instinto animal incontenible se abalanzaron sobre mí como gatas poseídas por el mismísimo dios Eros. Mis oídos fueron presa fácil de sus ardientes encantos y mi fuerza de voluntad quebrada por los golpes de aliento que se precipitaban sobre mi cuello. El postre estaba servido y solo faltaba ponerle la guinda.
Mi mente deambulaba entre diferentes finales de una historia que apenas había comenzado, pero nunca imaginé que el rumbo fuese a cambiar tanto en el transcurso de unos pocos segundos. Cuando estábamos dispuestos a marcharnos a un sitio más íntimo, el bullicio se abrió como un estuche que contenía en su interior un reluciente y ostentoso anillo. Una mujer más resplandeciente que el sol bailaba en mitad de un océano de ruido y luces. Su pelo era pura lluvia de seda dorada y sus aguas bañaban la orilla de una espalda escotada digna del mejor de los museos. Llevaba un vestido corto y ceñido de lentejuelas plateadas que simulaba ser el reflejo de aquella luna artificial, un envoltorio que tentaría al más santo de los santos. Era hechizante ver como desprendía aquellos pequeños guiños. Por un momento pensé que había caído del cielo. Sonaba “Last Dance”, de Donna Summer. Se movía de forma sutil y despreocupada, sin mirar a ningún sitio en concreto. Su única presencia me producía placer y generaba un magnetismo tan fuerte que quedarme sentado me resultaba casi imposible. Tenía en mi poder dos preciosidades ansiosas por probar de mi cuerpo y no podía apartar mi atención de ella. No me paré ni a pensar en lo paradójico que resultaba desde fuera. Pasaron en una milésima de segundo por mi cabeza infinitas maneras con las que disfrutar navegando entre sus piernas. Esa fue mi perdición. Me disculpé a las dos señoritas, a pesar de ni sentirlo, me levanté y emprendí la marcha guiado por el canto de mi sirena. Tenía claro lo que quería y no me preocupaba cómo conseguirlo. Me acerqué de frente, sin apartar la vista de aquellos preciosos ojos celestes que vagaban por la sala. Cuando estuve a punto de devorarla con la mirada, cerró los ojos y elevó los brazos hacia el cielo de la forma más sensual que jamás había visto. Fue como una fotografía que se quedó grabada en el tiempo. Apenas estábamos a un metro cuando la agarré de la cintura con ambas manos. Sus brazos cayeron sobre mis hombros como pétalos de cerezo.
– Hola – dije con voz firme. Lancé una mirada expeditiva que me enseñó que aquel oasis no había sido producto de mi imaginación.
– Hola – respondió con expresión expectante.
– Bonito vestido. – Me atreví a decir. Evidentemente no quería hacer referencia al vestido.
– Gracias, pero ¿has venido hasta aquí solo para decirme eso?
Tenía ganas de marcha.
– No. – respondí dejando caer una media sonrisa. – Pero sí a invitarte a una copa.
– Te veo muy seguro. ¿Por qué crees que aceptaría tal proposición?
Sus palabras no coincidían con sus verdaderas intenciones. Su picarona me pedía a gritos que me la llevara a otro lugar, quizás a la barra. Y como siempre me ha gustado fiarme de mi instinto, la agarré de una mano sin mediar palabra y la llevé conmigo.
– ¿Qué quieres de beber? –  pregunté una vez tomamos asiento junto a la barra. Tal y como dije, iba a invitarla.
– Un Shirley Temple.
– Yo pediré un Ballantine’s doble con hielo – dije al barman.
A partir de ese punto las copas fueron cayendo una tras otra. Las personas perdían sus rostros a cada lingotazo hasta el punto de perder la percepción del tiempo y el espacio. No supe cuándo empecé a divagar entre la muchedumbre.

Después de todo, seguía allí, sentado en el borde de una cama desconocida, mirando el suelo apoyado sobre mis rodillas. Mientras recuperaba la conciencia, una estampa familiar llamó mi atención por el rabillo del ojo. Alcé repentinamente la vista y pude apreciar que me encontraba en una réplica exacta de mi habitación. Pequeña, pero ostentosa, con una mesita de noche, una cama de matrimonio, un discreto sofá, un escritorio y un baño. El resto eran solo detalles. Después de una noche sin rumbo, había vuelto al punto de partida, el hotel Royal Queen. ¿La razón por la que estaba allí? Trabajo. Mi nombre es Jack Luster, guardaespaldas de profesión, jugador de póker en mi tiempo libre y las mujeres como estilo de vida. Por esa época trabajaba por mi cuenta para un pez gordo de Nevada, el aspirante a gobernador por parte del partido republicano, Simon Felton. Un hombre simpático, bonachón y carismático de puertas para afuera, pero mujeriego y charlatán para quienes lo conocían de cerca. Aunque tampoco se dejaba conocer mucho, era un hombre de lo más misterioso. Físicamente no se diferenciaba del resto de la población obesa de EEUU, nada destacable. Lo único, su estilo siempre engominado con la raya a un lado. Hacía poco que me encargaba de su protección, alrededor de unos tres meses. Suficiente para perderle el casi inexistente respeto que se le puede tener a un político.
Como no tenía nada más que hacer allí, me levanté sin hacer mucho ruido, recogí mi ropa y me fui como si nada. La boca me sabía a rayos. Al salir, me giré y miré el número de la puerta, 709. Estaba en la séptima planta, siete plantas más abajo de mi habitación, la 1409. Sin más demora reanudé mis funciones tras aquel ligero desliz. Al llegar a arriba fui a comprobar que todo estaba bien. El "Gobernador" se econtraba hospedado justo en la habitación contigua, la 1408. Llamé a la puerta durante un rato, pero nadie contestaba. Seguramente estaría durmiendo la mona en mitad de un bosque de botellas vacías. Si había algo que no sabía hacer era beber y, lamentablemente, casi siempre era yo quien pagaba las consecuencias. Cuando fui a sacar la llave del bolsillo trasero del pantalón, no estaba. A saber dónde la había extraviado. Siempre seguíamos el mismo protocolo, cogíamos habitaciones que se comunicaban y, aunque al gobernador no le gustaba que usara esa puerta sin su consentimiento, tenía que comprobar si todo seguía su cauce normal. Lo peor de aquel momento era que el dolor de cabeza crecía sin control. Necesitaba algo que me aliviara. Lo primero que hice al entrar fue ir directo el primer cajón de la mesita de noche. Ahí es donde solía dejar siempre un paquete de tabaco para los casos como ese. Las ganas de nicotina me estaban matando.
– ¡Maldita sea! – dije cerrando el cajón de golpe. No estaba.
Busqué por los demás cajones, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, incluso bajo la cama. Pero nada. Seguramente ya tuve que recurrir a ellos en alguna otra noche de la cual no me acordaba o me lo había dejado entre el desorden de la pasada noche. No dejaba de retumbarme la cabeza. No estaba siendo la mejor de mis mañanas. Sin mi medicamento para los nervios y con una sensación de asqueroso letargo giré despreocupado el pomo de la puerta que me llevaría hacia otro despertar amargo con olor a whisky, o a ron, o a vodka, o a una mezcla de todo a lo que le pudo echar mano ese borracho sin causa. La única imagen que no esperaba encontrarme me introdujo de lleno en una pesadilla oscura y opresora que me succionó salvajemente hacia su interior.
– ¡Joder! – exclamé echando la mano a la pistola. – ¿Qué coño ha pasado aquí? – pregunté al aire, ya que la única persona a parte de mí que se encontraba allí era el cuerpo de aquel pobre desgraciado, inerte sobre la cama. Aquella agónica fotografía golpeó mi pecho con tanta fuerza que pensé que caería rendido al suelo. Me entraron ganas de vomitar.
Las cortinas mecían cerradas y el viento frío proveniente de la calle parecía querer entrar guiado por el morbo. La lámpara de mesa, medio rota en el suelo, hacía el amago de alumbrar intermitente la escena del crimen y el fino hilo de luz que penetraba entrecortado por la ventana incidía en la sangre que lo cubría. Me recordaba al color del carmín de los labios de aquella mujer de medianoche.
– ¿Simon? – volví a preguntar para cerciorarme, pero evidentemente fue en vano. Me adentré sigilosamente en las fauces de aquel monstruo para examinar la escena. Un rastro de sangre, que iniciaba en la entrada y se extendía a lo largo del pasillo, delataba que la cama no fue el lugar del crimen. Había sido arrastrado desde la puerta principal, al parecer por los pies, después de ser abatido. Las múltiples salpicaduras hablaban por sí solas. A parte de los numerosos agujeros que atravesaban su traje. La mayoría de manchas se hallaban sobre la cama, cayendo en forma de cascada hacia el suelo. Manchas secas. Encima, los casquillos de bala. Supuse que fue ahí donde recibió la mayor parte de los disparos. Sin duda cada balazo llevó consigo un pequeño fragmento sacado del mismísimo averno que terminó por desfigurar parcialmente su rostro.  Me preguntaba cuánto duró aquella perversa obra. La persona que lo hizo tenía que odiarle mucho. Me resultaba difícil pensar que hubiesen cometido tal barbarie solo por un asunto de negocios, pero quién sabe, el mundo de la política es complejo.
En el ambiente flotaba un olor que me resultaba familiar, pero la mezcla de sangre y algo que no sabría identificar era muy fuerte y disimulaba sus matices. Eché una ojeada rápida por los pocos rincones que había. El baño estaba inmaculado. No había nadie. Bueno, nadie más que yo, mi antiguo empleo y mi alma hecha pedacitos esparcida por la superficie recién redecorada de aquel dormitorio. Definitivamente necesitaba dar una calada, o unas cuantas. Los dos fumábamos la misma marca y lo hacíamos cada día, por lo que me hizo deducir que debía tener un paquete guardado por algún sitio. Y ese sitio era, cómo no, su americana agujereada y manchada. En fin, extendí cuidadosamente mi mano sobre su torso y me hice con lo único que ya me interesaba de él.
No creo que lo vayas a echar en falta. - dije mientras me apoderaba del tabaco. "Por suerte" no le había pasa nada. Sin más demora, me senté sobre la cama, junto a mi billete directo de ida al infierno, en uno de los pocos huecos limpios que quedaban cerca del teléfono, y avisé a las autoridades locales sobre el pequeño incidente. Acto seguido, comrpobé si tenía el mechero dentro del bolsillo de mi chaqueta, lo saqué, me encendí un cigarro y esperé.

jueves, 30 de octubre de 2014

Recuerdos en el camarote

Ante mis ojos quietos, el tiempo pasa extraño dejándome con la sensación de haber perdido algo en su transcurso.

La luz de la lámpara, que descansa sobre mi mesa, alumbra tenuemente mi discreto cubículo. Mis ojos luchan contra sí mismos y mi mente intenta salir de una espesa niebla que la hace divagar entre pensamientos borrosos. Sé que debo parar, pero antes necesito llegar al punto y final en esa hoja de papel medio arrugada. Cansado de todo y con ganas de nada, permanezco sentado en mi camarote. Espero a que llegue el momento, mientras, escucho el sonido de las olas y cómo el mar me llama para que acuda a descansar entre sus brazos. En esta noche con luna llena y plagada de estrellas la echo demasiado de menos. No podría sentirme más solo. Deseo deshacerme del peso que cargo sobre mis hombros y así poder descansar, flotar como un diente de león con la suave brisa de un cálido día de verano. Quiero huir lejos de este lugar y tan solo veo una manera de hacerlo, pero no quiero irme hasta plasmar mi último aliento sobre lo que será el último testimonio de este viejo peregrino. El pulso me tiembla por alguna razón que desconozco, quizás mi cabeza me esté jugando una mala pasada, o quizás sea obra del corazón, ya no soy capaz de distinguirlo. Una lágrima, que nace en mis ojos, se desliza suavemente por mi mejilla y termina muriendo sobre el papel, mientras se oye el caminar de las manijas de un viejo reloj de cuco que está colgado en la pared. Finalmente, mi alma impregna en forma de charco el escrito quedando una pequeña parte de mi ser encerrada en él. Son tantas veces las que he imaginado este momento que no sé si soy consciente de lo que va a ocurrir. El tiempo, que unas veces caminó junto a mí pareciendo ser mi enemigo, se ha convertido en mi más preciado amigo. Con su poderosa e inadvertida presencia me ha consumido hasta convertirme en lo que ahora soy, un viejo y débil cascarón vacío lleno de experiencias, amor y dolor.

Habiendo trazado el punto final me dispongo a volver a su lado. Apenas puedo concentrarme en el ruido de las olas, no soy capaz de apreciar lo que me rodea, todo se vuelve borroso. Poso lentamente mi cuerpo sobre el respaldo de la silla. Hace frío y de entre mis labios se puede apreciar cómo escapa mi aliento haciendo formas efímeras. Siento cómo poco a poco mis pies vencen a sus cadenas. Nunca imaginé lo liberador que podía ser. Me siento aliviado. Me hubiera gustado poder seguir adelante, pero no pude y no puedo. A medida que cierro los ojos su imagen aparece tan nítida que pareciera que pudiera tocarla. Está tan guapa con esa sonrisa cálida y embriagadora y esa mirada tan dulce. Es preciosa. Lo que un día el mar me dio, otro me lo arrebató y ahora es el turno de que lo devuelva a mis brazos. Me despido sin remordimientos y dejando detrás de mí la prueba de cuánto la quise y cuánto la quiero. Adiós.


“Algo acaba y algo comienza en aquel camarote, la historia de un hombre vencido por la edad y sus experiencas".

Ante mis ojos quietos, el tiempo pasa extraño diciéndome bajito al oído que se ha acabado.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Y si el amor

Y si el amor no fuese más
Que las olas desapareciendo en la orilla
El calor de un beso en la mejilla
El vuelo de una golondrina que se va

Y si el amor no fuese más
Que una estúpida palabra enrevesada
Que pide atención, desconsolada
Y que no nos deja descansar

Y si el amor no fuese más
Sin más, no fuese nada
Dejara de ser en tu mirada
Una falsa y dolorosa verdad

Y si el amor no fuese más
Se esfumase, un mal sueño en la cama
El humo después de la llama
La calma que muere en el mar

Y si no existiese el amor
Simplemente, no viviera
Si una mentira solo fuera
El reflejo tenue de nuestra mitad

Si solo fuese y a lo mejor
Una dulce pesadilla
Que nos dice de rodillas
Que podría ser peor

martes, 23 de septiembre de 2014

Roja y fría contradicción

Soy maestro de la contradicción
De la palabra vacía
Solitario y anónimo escritor
En el que ya nadie confía

Soy experto en el amor
Inexperto en compañía
Con un vaso de besos con ron
Busco aquella melodía

Que se asoma entre dos labios
Que son rosas en primavera
Armonía encerrada en una era
Vieja y caduca manía

Soy un entendido en la pasión
Entretiempo de fina poesía
Abrigo que nadie probó
Versado sin sinfonía

Parece que todo era mejor
Que ya nadie quiere, o quizás cualquiera
Yo quiero y no puedo creer
Y es por eso que creo y no muero

Soy el fruto de una luna sin sol
De una noche que dura mil días
Ermitaño refugiado en su corazón
Que baila solitario en compañía

viernes, 11 de julio de 2014

Ángel caído

Fue como ver caminar de espaldas a un ángel caído
Contornearse sinuosa hacia el más allá
Sentí cómo escapaba de mi cuerpo un suspiro
Un discreto soplido del viento al pasar

Fue como ver el tiempo congelado en un guiño
Una ardiente llama que prende sin más
Sentí petrificadas mis piernas, el corazón se había ido
Con solo un gesto de su rostro al mirar

Sin duda alguna de mi vida me despido
La muerte me quiere sin darme oportunidad
Labios carnosos, pecado prohibido
Tentadoras curvas que prenden mi curiosidad

Mujer, ángel, demonio y Cupido
Una pluma blanca y negra flotando en el mar
Las dos caras de una misma moneda, un tesoro maldito
El desorden perfecto, la sed que no se sacia




martes, 17 de junio de 2014

Allá donde voy

Allá donde haya una oportunidad
Habrá oscuridad que la aceche
Allá donde no haya más que bondad
Habrá maldad que sospeche

Allá donde haya necesidad
Habrá una mano que apuñale
Allá donde pueda vivir el mal
Habrá culpa para quien calle

Allá donde haya pobreza
Habrá una boca sin hambre
Allá donde haya tristeza
Está la huella del hombre

Allá donde el oro brilla más
Habrá crueldad y podredumbre
Allá donde el agua sabe a sal
Habrá esclavitud y servidumbre

Allá donde quiera que vaya
Habrá mal y pesadumbre
Claro como el agua del mar
Lo digo con certidumbre

Si tuviese que vivir mil años más
Expulsaría la sombra de mis calles
Si tuviese que vivir un segundo y no más
Seguiría regando las raíces de este mi valle

jueves, 17 de abril de 2014

Víctima de un suicidio

Aquí me encuentro, en lo más alto de este enorme bloque de treinta y cinco pisos, mirando a las personas deambular felices en sus ajetreadas vidas, sintiendo el viento soplar a través de mi ropa e intentando arrancar mi corbata de mi cuello. Irremediablemente dará comienzo el espectáculo de luces y sirenas de forma inminente. Pero, como todo esto no tendría sentido si no contara cómo he llegado hasta aquí, me dispongo a ilustraros el camino que me ha traído a subirme a este alto bordillo.

La oficina se presentaba gris, mustia y fría. Llevaba trabajando en ella casi veinte años y tenía la impresión de que los años más que sumar restaban. El tiempo se había anidado en mi cabeza generando una desalentadora contradicción que me despertaba cada mañana en forma de húmeda pesadilla. Y es que mi existencia se marchitaba a una velocidad inalcanzable, mientras que en mi reloj las horas pasaban lentas y lánguidas. A veces me daba la sensación de que las manecillas iban contracorriente. Mi situación en la empresa era indefinida pero lineal. Desde mi pequeño habitáculo era capaz de afirmar al cien por cien que mis jefes estaban contentos con mi trabajo, algo de lo que no todos podrían fardar, pero también sabía que si desapareciera tampoco me iban a echar de menos. Al menos mi rincón tenía un gran ventanal por el que me gustaba pasar los minutos muertos observando la calle, el edificio de en frente, que también era de oficinas, y el cielo. Un vigesimotercer piso da para mucho. Tristemente esa era la actividad más divertida que había por allí, eso y darse un paseo hacia la máquina de refrescos al final del pasillo. La verdad es que yo era un tipo algo insocial e introvertido. El único que no hacía por hablar, ni relacionarme. En todo el tiempo que llevaba yendo y viniendo de aquel gigante de hormigón, no había cruzado más de cinco palabras seguidas con nadie. Mi vida entera era un fantasma que erraba condenado a la espera de un final ya escrito. Nunca tuve novia, ni amigos, mis padres fallecieron cuando tenía veintinueve años y era hijo único. No es que me sintiera solo, sencillamente lo estaba.

En la pantalla de mi ordenador parpadeaba el cursor en mitad de un archivo en blanco. Mis funciones no eran más que llevar un pequeño apartado de la contabilidad, pero no era eso en lo que me hallaba ocupado en ese preciso instante. A través de mis dedos saldrían las palabras de un hombre constantemente fustigado por la normalidad. Me había llegado a plantear alguna vez hacerlo, imagino que como todos, pero nunca tan seriamente. Lo que intento decir es exactamente lo que pensáis, el testimonio de mis últimos y más emocionantes minutos de vida. Mientras tecleaba mi carta de despido en escueta pero intensa prosa, me sentí un hombre vivo e imparable por primera vez en la vida. Llevaba toda la mañana intentando escribir las palabras exactas, aunque la perfección de lo escrito no les importara mucho a mis jefes. Tanto tiempo ahogado en la rutina había asfixiado mi entusiasmo. Después de unos cuantos intentos el mensaje quedó así:

“Después de cuarenta años teniendo una vida vacía, dejo vacía esta silla. Adiós”.

No tenía nada que perder más que a mí y un futuro minado de frustración que seguramente no sería diferente a mi funeral, desértico y sin flores. Así que pulsé el botón de la impresora y dejé aquella nota sobre mi mesa. De camino al ascensor vi sobre una mesa vacía un paquete de tabaco. No era fumador y menos un ladrón, pero cogí prestado un cigarro aprovechando que su dueño no estaba. Siempre puse mi salud por delante de demasiadas cosas. Me lo guardé en el bolsillo, pulsé el botón y esperé a que llegara a mi planta. Cuando las puertas se abrieron ante mí, pareció que lo hicieran en cámara lenta, dejándome admirar poco a poco el reflejo de mi rostro apagado en su espejo. Nunca me había parado a contemplar de verdad lo que había cambiado. Era deprimente en su grado máximo. La cuenca de los ojos sombría, los ojos caídos, la cara desencajada y la piel mustia. Mientras subía hasta el último piso, saqué el cigarro y, como nunca antes había fumado, no tenía con qué encenderlo. Me quedé molesto mirándolo entre mis dedos. La sensación de implacabilidad que recorría mis venas se desvaneció en un segundo.  Después de girarlo y girarlo, volví a meterlo en el bolsillo. Estaba a punto de hacer lo que para el resto de la humanidad era la cosa más difícil y no era capaz de hacer algo tan sencillo como fumarme un cigarrillo, cruel paradoja. En el trayecto, el ascensor paró en la vigesimoséptima planta. Un hombre bajito, delgado y de no muy buen ver entró y se plantó al otro lado sin dirigir palabra. Parecía alterado, su mirada perdida se movía nerviosa hacia todos los rincones. Sus manos y sus dedos raquíticos no paraban ni un segundo. Cuando fue a presionar el botón del último piso, se percató de que ya estaba accionado y volvió a su sitio. El tramo hasta arriba se me hizo eterno.

Debido a la inevitable costumbre de los arquitectos de diseñar los edificios con ascensores hasta la última planta y no hasta la azotea, mi destino no era alcanzable a través de aquel cubículo de frío metal, debía coger la escalera de emergencia. Cuando se abrieron las puertas, aquel extraño personaje salió disparado hacia fuera como si hubiera estado metido a presión durante el viaje. No me dio tiempo ni a asomar la cabeza y ya lo había perdido de vista. Nunca había estado antes en esta zona del edificio. Todo era más luminoso. Sin demora reanude la marcha, tampoco había mucho que ver. Las escaleras se encontraban en un ala del rellano, tras la ventana, que por cierto alguien se había dejado abierta. Como ya he dicho, el viento soplaba y el sol radiaba en el cielo. Subí peldaño a peldaño pensando en lo que ello significaba. Cuando asomé mi cansada vista por el bordillo, vislumbré al final, apoyado sobre sus codos y mirando hacia el precipicio, el mismo hombre bajito y raquítico que desapareció como por arte de magia hacía apenas unos pocos minutos. Me preguntaba qué estaría haciendo allí, no tenía la intención de tener espectadores. Extrañado y sin quitarle el ojo de encima caminé hacia él con paso relajado. A medio camino quise descansar las manos en los bolsillos y me encontré nuevamente con el cigarro. Al sentirlo, dejé de caminar. Lo saqué de su transitoria guarida y lo miré desafiante. No iba a otorgarle una segunda oportunidad. Pude ver cómo aquel hombre sujetaba uno con su mano izquierda. Cuando escuchó mis pasos tras de sí, se giró de golpe con cara de haber visto un fantasma. En seguida volvió a lo suyo y dio una temblorosa calada. Le pregunté si tenía fuego, me ofreció y no dijimos nada más. Cada uno nos centramos en saborear cada pequeño trocito de infierno mientras se acercaba a nuestras bocas adulteradas aquel aro de fuego dejando tras él todo hecho cenizas. Cuando lo acabó, tiró la colilla al suelo y se marchó del lugar apresurado. Quizás debí hacer también lo mismo.

Pero aquí estoy, mirando al vacío, planteándome mi existencia y, en última instancia, debatiendo si hacerlo o no. No sé a qué estoy esperando, pero no puedo evitar pensar que hay tantas cosas que no he hecho aún. He vivido encerrado, yendo de mi casa al trabajo y del trabajo a mi casa, y si ahora salto no sé qué pasará. ¿Habrá algo más allá? Siento miedo y el viento cada vez es más fuerte. Me subo a lo alto del bordillo y cierro los ojos. Parece como si algo me estuviera diciendo que lo haga. Parece como si una mano oscura hubiese atravesado mi pecho y quisiese arrancarme el corazón oprimiéndolo con fuerza, apretando sus dedos raquíticos sobre su superficie y clavando sus largas uñas negras, como las garras de un cuervo hambriento. Doy un paso al frente, voy a hacerlo, no tengo nada por lo que seguir. Mis punteras sobresalen y el viento se enfurece. Solo falta un último paso para sentir la gravedad sobre mi cuerpo, voy a hacerlo, ya no hay marcha atrás…

 La verdad es que siempre he sido un cobarde, demasiado diría yo. Abro los ojos y, al mirar hacia abajo, me entra vértigo, el mundo parece querer succionarme y me tiro espantado hacia detrás. He estado a punto de quitarme la vida, no lo puedo creer. Tumbado bocarriba sobre el suelo el cielo pinta precioso, ni rastro de nubes, celeste limpio e infinito hasta perderse en el horizonte. Me han faltado apenas unos centímetros. Ha sido como hacerle una broma de mal gusto a la muerte , como colocarle el caramelo en la boca para después quitárselo. Me levanto con respiración acelerada. Me siento ligero, sin peso. No sé qué hacer ahora, estoy desorientado, lo veo todo de forma diferente. Vuelvo a montarme en el ascensor directo hacia la calle, sin parar en ningún sitio. Sinceramente no sé qué hacer, ni con mi trabajo, ni con mi casa. No estoy seguro de nada, solo de querer seguir vivo. Necesito pensar, aún estoy a tiempo. Cuando llego abajo, saco un paquete de tabaco de una de las máquinas que están junto a la entrada. Me desabrocho un poco la corbata, saco un cigarrillo y lo enciendo. Me deleito con la primera calada, la libertad sabe inimaginablemente bien. No sé cómo no lo había probado antes. Me paro en seco frente al edificio y me miro en el reflejo de sus cristales. En realidad luzco fenomenal para mi edad, no sé de qué me quejaba. En un gesto de placer, agacho la mirada hacia el cigarro y lo observo con la sensación de completo control sobre el mundo, me siento un gigante. Entonces, escucho un grito proveniente de arriba aproximarse rápidamente. Mi expresión expresa todo lo que quiero decir en este momento, “qué coño…” Inmediatamente alzo la vista al cielo y la última imagen que puedo recordar es el cuerpo de aquel hombre desagradablemente delgado desplomarse sobre mí, haciéndome sentir la gravedad sobre mi cuerpo. Sin duda alguna no se debe jugar con la muerte. Lo más gracioso es que la nota seguía sobre mi mesa.

jueves, 13 de marzo de 2014

Pirata a bordo

Soy el capitán de este barco
Navío que viaja a la deriva
Perdido me hallo en este charco
La flota a la que sirvo yace hundida

Cruel pirata al que obedezco hace tiempo
El botín se quedó para él
En su bando impera la "ley del silencio"
Menos los que comen de su mantel

Veneno en su lengua y mirada felina
Jura a la cara el oro y el moro
Palabras vacías, más bien asesinas
A espaldas su espada traspasa los poros

La sangre da paso al dolor y la angustia
Mientras busco una orilla con fe
Mi barco fantasma, mi mente ya mustia
Por años de darlo todo y ser fiel


La corriente me aleja de lugares que una vez soñé, mientras otros piratas se hacen con los trozos de mi pastel...

jueves, 6 de marzo de 2014

El último aliento

El ruido enfervorecido de la gente se apagaba poco a poco como una llama se consume cuando es cubierta. Al pasar al otro lado dejamos tras las paredes los voceríos y todo lo que le acompañaba. Aún así sabíamos que seguiría ahí cuando volviéramos. Aquel era nuestro santuario, ese sitio que solo un gran equipo llega a tener, un lugar de todos y para todos en el que ser fuertes era la única opción a elegir. El parquet impregnado con el sudor de cada entrenamiento, las infinitas fotografías reproducidas por nuestras mentes de momentos como el que estábamos viviendo, las horas y horas de sufrimiento para que llegara ese día no eran suficientes. Ese era el día de la verdad, un día que mostraría al mundo el tipo de material del que estábamos hechas.
Al dejar atrás la puerta nos sentamos ocupando nuestro lugar en el vestuario. El agotamiento que sufríamos y el dolor que sentíamos en nuestros cuerpos eran inevitablemente evidentes. No podía parar de jadear, mi cuerpo me pedía a gritos una tregua que mi mente trataba de no negociar. No cruzamos palabra entre nosotras. Entonces, llegó el entrenador dejando pasar por unos instantes el fuego de los aficionados que prendía a lo lejos. La verdad era que quemaba como si lo tuviésemos al lado. Entró en silencio, tiró la tablilla al suelo, casi dejándola caer, y nos miró una a una, de izquierda a derecha. Una firme sentencia.
– No puedo creer lo que estoy viendo… No puedo creerlo. – dijo con enfado y a su vez decepción. – ¿Alguien puede contestarme por qué? – sus palabras eran claras a la vez que confusas. – ¡He dicho que si alguien puede decirme el por qué! – repitió alzando el tono de voz.
No nos atrevíamos a contestar, o quizás no teníamos suficiente aliento para hacerlo.
– El partido está ahí y parece que no nos damos cuenta. Hemos bajado los brazos, no defendemos, no atacamos, ¡no hacemos nada!
Cabizbajas admitimos con nuestro silencio la cruda realidad, no nos merecíamos mejores palabras y menos aún el título.
– ¿Por qué no soy capaz de reconocer a ninguna de las personas a las que estoy mirando?
Podía sentir la vergüenza ocupando todo mi cuerpo.
– Este no es el equipo que ha estado trabajando durante un maldito año para poder llegar a conseguir esta maldita oportunidad, esto que estamos viviendo nos lo hemos ganado a pulso.
Me ardían los pies y se me secó la boca de golpe.
– Estas no son las caras de mis jugadoras, no sé quiénes sois ahora mismo, no os reconozco, no soy capaz.
Aguantó demasiado tiempo plantado en el sitio, no pudo evitar empezar a caminar de un lado para otro movido por la desesperación.
– Yo os he visto llorar, os he visto reír, luchar, pelear, hasta gritar de dolor, pero nunca os había visto desistir… hasta ahora. Hemos llegado hasta aquí y parece que no os importa, parece que ya está, que se acabó, que esto es todo. ¿Lo habéis decidido vosotras solas? ¿Hemos alcanzado el cielo para quedarnos a las puertas del paraíso? ¿Es eso?
La tensión podía cortarse con un cuchillo. En seguida volvió a plantarse y permaneció quieto, con los brazos en jarra, observándonos durante unos segundos en silencio y con gesto serio. Su actitud me estremecía hasta hacerme temblar las piernas, sentía unas ganas tremendas de llorar.
– Pues no voy a permitir que os rindáis, no hoy, ¡no! – su voz empezó a encenderse y a cubrir cada centímetro del vestuario. – Miradme, sé de lo que sois capaces. Sois capaces de esto y más. ¡Joder! He visto como os golpeaban y aguantabais, sangrabais y continuabais, os tiraban y os levantabais. Vosotras podéis ganar, porque sois ganadoras… No tengo la menor duda de que lo sois, pero no lo estáis demostrando. Permitidme que os haga una pregunta. ¿De verdad pensáis que seréis capaces de salir ahí fuera y no demostrar realmente quiénes sois? ¿Creéis que podréis vivir el resto de vuestras vidas sabiendo que no lo disteis todo, que no entregasteis hasta el último suspiro, que no corristeis hasta caer desvanecidas por el cansancio? ¿De verdad creéis que podréis hacerlo? Este es nuestro santuario, nuestra casa, nuestro segundo hogar, aquí hemos crecido juntas en la adversidad y hemos alcanzado metas que otros decían que nunca alcanzaríamos. Sé que estáis muy cansadas, que la temporada ha sido larga, que ha sido dura, os comprendo, pero tan solo estamos a un paso, un solo paso. Al otro lado de esa puerta se encuentra nuestra recompensa. No importa qué números ilumine el marcador al final del partido, porque nosotros ya somos campeones, vosotras ya sois campeonas. Los verdaderos ganadores son aquellos que desean con toda su alma ganar y hacen todo lo que tienen en su mano para conquistar la victoria. No importa la diferencia que marquen unos estúpidos números, la diferencia la marcamos nosotras. Alzad esas cabezas guerreras. Yo sé bien qué va a pasar en esta segunda mitad y vosotras también lo sabéis, podéis verlo en mis ojos y yo puedo verlo en los vuestros. ¡Joder que si puedo verlo! Veo pasión, sacrificio, confianza, magia, amor, superación, veo fuego. Chicas, levantad esos culos y juntémonos todas en el centro. Que nuestra voz ahogue el ruido de los tambores. Demostradles a los demás lo que sois.
           – ¡1, 2, 3…! – y en nuestros corazones retumbaron trece rugidos inquebrantables de trece leonas.
Al final no nos hizo falta más que ser quiénes éramos, un equipo, guerreras, hermanas,  leonas, campeonas.

martes, 18 de febrero de 2014

Tengo miedo

Tengo miedo de no encontrar el amor
De vivir solo el resto de mis días
De despertar solitario con la salida del sol
De acostarme con las manos vacías

Temo profundamente no conocerte
No saber verte en la marea
Tirar los dados y no tener la suerte
De ser todo lo que poseas

Tengo miedo de acabar siendo un viejo
Y morir como el río lo hace en el mar
Temo no poder mirar al espejo
Pero más le temo a no saber amar

Temo ser parte de alguien
Y un día arrancársela sin más
Temo que seamos un todo
Y todo desaparezca al pasar

Tanto miedo le temo a no ser amado como al amar