jueves, 17 de abril de 2014

Víctima de un suicidio

Aquí me encuentro, en lo más alto de este enorme bloque de treinta y cinco pisos, mirando a las personas deambular felices en sus ajetreadas vidas, sintiendo el viento soplar a través de mi ropa e intentando arrancar mi corbata de mi cuello. Irremediablemente dará comienzo el espectáculo de luces y sirenas de forma inminente. Pero, como todo esto no tendría sentido si no contara cómo he llegado hasta aquí, me dispongo a ilustraros el camino que me ha traído a subirme a este alto bordillo.

La oficina se presentaba gris, mustia y fría. Llevaba trabajando en ella casi veinte años y tenía la impresión de que los años más que sumar restaban. El tiempo se había anidado en mi cabeza generando una desalentadora contradicción que me despertaba cada mañana en forma de húmeda pesadilla. Y es que mi existencia se marchitaba a una velocidad inalcanzable, mientras que en mi reloj las horas pasaban lentas y lánguidas. A veces me daba la sensación de que las manecillas iban contracorriente. Mi situación en la empresa era indefinida pero lineal. Desde mi pequeño habitáculo era capaz de afirmar al cien por cien que mis jefes estaban contentos con mi trabajo, algo de lo que no todos podrían fardar, pero también sabía que si desapareciera tampoco me iban a echar de menos. Al menos mi rincón tenía un gran ventanal por el que me gustaba pasar los minutos muertos observando la calle, el edificio de en frente, que también era de oficinas, y el cielo. Un vigesimotercer piso da para mucho. Tristemente esa era la actividad más divertida que había por allí, eso y darse un paseo hacia la máquina de refrescos al final del pasillo. La verdad es que yo era un tipo algo insocial e introvertido. El único que no hacía por hablar, ni relacionarme. En todo el tiempo que llevaba yendo y viniendo de aquel gigante de hormigón, no había cruzado más de cinco palabras seguidas con nadie. Mi vida entera era un fantasma que erraba condenado a la espera de un final ya escrito. Nunca tuve novia, ni amigos, mis padres fallecieron cuando tenía veintinueve años y era hijo único. No es que me sintiera solo, sencillamente lo estaba.

En la pantalla de mi ordenador parpadeaba el cursor en mitad de un archivo en blanco. Mis funciones no eran más que llevar un pequeño apartado de la contabilidad, pero no era eso en lo que me hallaba ocupado en ese preciso instante. A través de mis dedos saldrían las palabras de un hombre constantemente fustigado por la normalidad. Me había llegado a plantear alguna vez hacerlo, imagino que como todos, pero nunca tan seriamente. Lo que intento decir es exactamente lo que pensáis, el testimonio de mis últimos y más emocionantes minutos de vida. Mientras tecleaba mi carta de despido en escueta pero intensa prosa, me sentí un hombre vivo e imparable por primera vez en la vida. Llevaba toda la mañana intentando escribir las palabras exactas, aunque la perfección de lo escrito no les importara mucho a mis jefes. Tanto tiempo ahogado en la rutina había asfixiado mi entusiasmo. Después de unos cuantos intentos el mensaje quedó así:

“Después de cuarenta años teniendo una vida vacía, dejo vacía esta silla. Adiós”.

No tenía nada que perder más que a mí y un futuro minado de frustración que seguramente no sería diferente a mi funeral, desértico y sin flores. Así que pulsé el botón de la impresora y dejé aquella nota sobre mi mesa. De camino al ascensor vi sobre una mesa vacía un paquete de tabaco. No era fumador y menos un ladrón, pero cogí prestado un cigarro aprovechando que su dueño no estaba. Siempre puse mi salud por delante de demasiadas cosas. Me lo guardé en el bolsillo, pulsé el botón y esperé a que llegara a mi planta. Cuando las puertas se abrieron ante mí, pareció que lo hicieran en cámara lenta, dejándome admirar poco a poco el reflejo de mi rostro apagado en su espejo. Nunca me había parado a contemplar de verdad lo que había cambiado. Era deprimente en su grado máximo. La cuenca de los ojos sombría, los ojos caídos, la cara desencajada y la piel mustia. Mientras subía hasta el último piso, saqué el cigarro y, como nunca antes había fumado, no tenía con qué encenderlo. Me quedé molesto mirándolo entre mis dedos. La sensación de implacabilidad que recorría mis venas se desvaneció en un segundo.  Después de girarlo y girarlo, volví a meterlo en el bolsillo. Estaba a punto de hacer lo que para el resto de la humanidad era la cosa más difícil y no era capaz de hacer algo tan sencillo como fumarme un cigarrillo, cruel paradoja. En el trayecto, el ascensor paró en la vigesimoséptima planta. Un hombre bajito, delgado y de no muy buen ver entró y se plantó al otro lado sin dirigir palabra. Parecía alterado, su mirada perdida se movía nerviosa hacia todos los rincones. Sus manos y sus dedos raquíticos no paraban ni un segundo. Cuando fue a presionar el botón del último piso, se percató de que ya estaba accionado y volvió a su sitio. El tramo hasta arriba se me hizo eterno.

Debido a la inevitable costumbre de los arquitectos de diseñar los edificios con ascensores hasta la última planta y no hasta la azotea, mi destino no era alcanzable a través de aquel cubículo de frío metal, debía coger la escalera de emergencia. Cuando se abrieron las puertas, aquel extraño personaje salió disparado hacia fuera como si hubiera estado metido a presión durante el viaje. No me dio tiempo ni a asomar la cabeza y ya lo había perdido de vista. Nunca había estado antes en esta zona del edificio. Todo era más luminoso. Sin demora reanude la marcha, tampoco había mucho que ver. Las escaleras se encontraban en un ala del rellano, tras la ventana, que por cierto alguien se había dejado abierta. Como ya he dicho, el viento soplaba y el sol radiaba en el cielo. Subí peldaño a peldaño pensando en lo que ello significaba. Cuando asomé mi cansada vista por el bordillo, vislumbré al final, apoyado sobre sus codos y mirando hacia el precipicio, el mismo hombre bajito y raquítico que desapareció como por arte de magia hacía apenas unos pocos minutos. Me preguntaba qué estaría haciendo allí, no tenía la intención de tener espectadores. Extrañado y sin quitarle el ojo de encima caminé hacia él con paso relajado. A medio camino quise descansar las manos en los bolsillos y me encontré nuevamente con el cigarro. Al sentirlo, dejé de caminar. Lo saqué de su transitoria guarida y lo miré desafiante. No iba a otorgarle una segunda oportunidad. Pude ver cómo aquel hombre sujetaba uno con su mano izquierda. Cuando escuchó mis pasos tras de sí, se giró de golpe con cara de haber visto un fantasma. En seguida volvió a lo suyo y dio una temblorosa calada. Le pregunté si tenía fuego, me ofreció y no dijimos nada más. Cada uno nos centramos en saborear cada pequeño trocito de infierno mientras se acercaba a nuestras bocas adulteradas aquel aro de fuego dejando tras él todo hecho cenizas. Cuando lo acabó, tiró la colilla al suelo y se marchó del lugar apresurado. Quizás debí hacer también lo mismo.

Pero aquí estoy, mirando al vacío, planteándome mi existencia y, en última instancia, debatiendo si hacerlo o no. No sé a qué estoy esperando, pero no puedo evitar pensar que hay tantas cosas que no he hecho aún. He vivido encerrado, yendo de mi casa al trabajo y del trabajo a mi casa, y si ahora salto no sé qué pasará. ¿Habrá algo más allá? Siento miedo y el viento cada vez es más fuerte. Me subo a lo alto del bordillo y cierro los ojos. Parece como si algo me estuviera diciendo que lo haga. Parece como si una mano oscura hubiese atravesado mi pecho y quisiese arrancarme el corazón oprimiéndolo con fuerza, apretando sus dedos raquíticos sobre su superficie y clavando sus largas uñas negras, como las garras de un cuervo hambriento. Doy un paso al frente, voy a hacerlo, no tengo nada por lo que seguir. Mis punteras sobresalen y el viento se enfurece. Solo falta un último paso para sentir la gravedad sobre mi cuerpo, voy a hacerlo, ya no hay marcha atrás…

 La verdad es que siempre he sido un cobarde, demasiado diría yo. Abro los ojos y, al mirar hacia abajo, me entra vértigo, el mundo parece querer succionarme y me tiro espantado hacia detrás. He estado a punto de quitarme la vida, no lo puedo creer. Tumbado bocarriba sobre el suelo el cielo pinta precioso, ni rastro de nubes, celeste limpio e infinito hasta perderse en el horizonte. Me han faltado apenas unos centímetros. Ha sido como hacerle una broma de mal gusto a la muerte , como colocarle el caramelo en la boca para después quitárselo. Me levanto con respiración acelerada. Me siento ligero, sin peso. No sé qué hacer ahora, estoy desorientado, lo veo todo de forma diferente. Vuelvo a montarme en el ascensor directo hacia la calle, sin parar en ningún sitio. Sinceramente no sé qué hacer, ni con mi trabajo, ni con mi casa. No estoy seguro de nada, solo de querer seguir vivo. Necesito pensar, aún estoy a tiempo. Cuando llego abajo, saco un paquete de tabaco de una de las máquinas que están junto a la entrada. Me desabrocho un poco la corbata, saco un cigarrillo y lo enciendo. Me deleito con la primera calada, la libertad sabe inimaginablemente bien. No sé cómo no lo había probado antes. Me paro en seco frente al edificio y me miro en el reflejo de sus cristales. En realidad luzco fenomenal para mi edad, no sé de qué me quejaba. En un gesto de placer, agacho la mirada hacia el cigarro y lo observo con la sensación de completo control sobre el mundo, me siento un gigante. Entonces, escucho un grito proveniente de arriba aproximarse rápidamente. Mi expresión expresa todo lo que quiero decir en este momento, “qué coño…” Inmediatamente alzo la vista al cielo y la última imagen que puedo recordar es el cuerpo de aquel hombre desagradablemente delgado desplomarse sobre mí, haciéndome sentir la gravedad sobre mi cuerpo. Sin duda alguna no se debe jugar con la muerte. Lo más gracioso es que la nota seguía sobre mi mesa.