Nunca olvidaré esas cuatro palabras…
Las ocho de la mañana. Recién despierto, me preparo el desayuno junto
con mis padres y mi hermano pequeño. Lo de siempre, dos tostadas con mermelada,
una magdalena y un vaso de zumo.
Mi padre me pregunta qué tal me va el primer año de carrera, si me
está costando, si es un cambio difícil, las típicas preguntas que todo padre
hace porque está preocupado. Pero no estoy para charlas, nunca lo estoy recién
levantado, por lo que le respondo con malas formas y con desgana. Se molesta,
es normal, yo también lo haría, y es que a veces cuesta más brindarle una
sonrisa a una persona a la que quieres con todo tu corazón que a un
desconocido. Empezamos a discutir, la conversación se desvía y nos echamos en
cara cosas que no tienen que ver con nada, así que decido irme y tras de mí un
portazo. La diferencia entre una sonrisa y una mala cara, entre un abrazo y un
mal gesto, la diferencia entre él y yo.
Unas horas más tarde me localiza mi madre por móvil y llorando me dice
que después de todo lo que ha pasado mi padre ha sufrido un ataque al corazón.
No pudo soportarlo, su propio hijo sacando lo peor de él, ¿quién podría? Todo
por esa palabra que nos ciega y nos mancha, una palabra que significa más para
nosotros que nosotros mismos, orgullo.
Me voy al hospital temblando de miedo y con la mente en blanco, sin
saber qué decir, tan solo quiero llegar cuanto antes y ver a mi padre de pie,
caminando de vuelta a casa riendo y bromeando como si nada hubiera ocurrido,
pero no es así. Cuando llego a la habitación me lo encuentro postrado sobre una
cama, con los ojos cerrados, la piel clara y su mano derecha apoyada sobre el
lado izquierdo de su pecho, dónde su corazón. Me acerco para hablar con él,
pero está dormido, por lo que decido quedarme para acompañarle.
Mi madre va y viene con mi hermano durante toda la tarde. Después de
algunas horas se despierta un poco cansado, parece aturdido. La verdad que no
sé qué hacer en estos momentos, sin tiempo para reaccionar, con un leve giro de
cabeza, me mira. Esta vez le gano la batalla al orgullo, me pongo justo a su
lado y le pido disculpas por todo, le digo que he sido un mal hijo, que no
debería haber hecho lo que hice y en el momento me calla, me coge la mano y me
dice esas cuatro palabras que nunca olvidaré… Quédate a mi lado.